Columnas de opinión
Libertad de expresión, no licencia para injuriar

Soy periodista y demócrata. Por eso defiendo y defenderé siempre y con vehemencia la libertad de prensa, el pensamiento independiente y nuestros derechos a expresarnos sin ataduras, a informar y recibir información veraz e imparcial, y a no ser censurados. Sin embargo, preocupa mucho que, abusando de estas libertades, se desinforme, se tergiverse sobre los contradictores, se destruyan reputaciones y se condene públicamente a quienes no han sido vencidos en juicio. Esto es mucho más grave cuando la víctima de las infamias es un niño, cuando se presenta a una persona o un grupo como enemigo o amenaza de toda la sociedad, cuando se fomentan o defienden formas injustificables de discriminación, cuando se promueve o no se condena la violencia.
Innumerables son los incidentes recientes de abuso del derecho a difundir el pensamiento y los casos en que opiniones o mentiras son presentadas como informaciones ciertas y objetivas. Dos ejemplos nacionales y uno internacional son dicientes.
Hace unos días, un bloguero afirmó, en un artículo que tituló “La banda de los Gnecco”, que la familia política de la periodista Vicky Dávila es una asociación criminal. No fue simplemente una acusación temeraria contra toda una familia; fue, además, un ataque contra el hijo de la periodista de ocho años, quien, de acuerdo con el autor, sería parte de la «cuarta generación del clan Gnecco».
La opinión pública también conoce el supuesto discurso en redes según el cual el Centro Democrático es un “partido de paramilitares y mafiosos, un grupo político cuyo líder es un “genocida”. Estas mentiras son armas de difamadores profesionales que no entienden, o poco les importa, que la libertad de expresión no es licencia para injuriar y calumniar, para estigmatizar al rival; son instrumentos para evitar el debate de tesis y programas, para eludir la confrontación de ideas y realizaciones políticas. Ante la precariedad de los propios argumentos se recurre a un lenguaje que criminaliza al opositor y es generador de violencia. Y por esta vía hemos llegado, triste decirlo, al discurso de odio en Colombia.
Los riesgos del discurso de odio son enormes en el mundo contemporáneo, en el que millones de individuos tenemos la capacidad de “viralizar” mensajes a través de las redes sociales. De ahí el boicot de grandes marcas contra unas redes sociales para que actúe contra el contenido tóxico. El peligro del discurso de odio para la vigencia y calidad de nuestra democracia y los derechos humanos, grande e innegable, ha sido, en efecto, advertido mundialmente.
Es momento, por tanto, de iniciar una reflexión seria y abierta en la que discutamos los límites de la libertad de expresión. No se trata de caer en la corrección política y la autocensura. No. Es cuestión de reconocer que el ejercicio de nuestros derechos conlleva responsabilidades, como la obligación de atender el más importante de los deberes humanos: respetar los derechos de los demás, entre ellos la dignidad de toda persona sin distinción, su honra y buen nombre, el debido proceso y la presunción de inocencia, el interés superior o prevalencia de los derechos de los niños.
Tener ciudadanos bien informados y respetuosos de las reglas de la democracia, ciudadanos decentes que tramitamos nuestros desacuerdos sin apelar al epíteto o a la inquisición pública del adversario, es un objetivo común de todos los colombianos decentes. Un acuerdo multipartidista debe llevar al Congreso de la República a tomarse muy en serio esta preocupación.
Encima. No defendemos indulgencias para integrantes de la Fuerza Pública involucrados en delitos, así como no defendemos impunidad para asesinos, secuestradores, reclutadores y violadores de niños. Defendemos otra cosa: la justicia para todos.